Mariana Yampolsky Urbach
La profunda mexicanidad de Mariana Yampolsky
De tanto andar por los caminos de México, Mariana se ha vuelto parte del paisaje.
Si uno mira sus fotografías con frecuencia, descubre a su autora tras el lente.
Mariana es el magüey, la teja, el muro, el vagón de tren abandonado, el osario, el ángel de piedra a punto de emprender el vuelo.
Mariana Yampolsky no sólo tomó las fotografías, se volvió como ellas.
Tenía las manos fuertes y curtidas del tejedor de palma, los ojos interrogantes de la niña descalza, el asombro del guajolote narciso que se detiene frente al espejo y se ve por primera vez.
¿Se gustaba Mariana a sí misma? Creo que nunca tuvo el tiempo de pensarlo. Los espejos no se hicieron para ella. Las horas del día se le iban en observar a los demás. Desde niña debe haberse dado cuenta que tenía un ojo privilegiado, por eso no sólo fue fotógrafa sino que se dedicó a hacer resaltar obras de arte de México y del mundo. Quería que todos vieran lo que ella veía. Nadie como ella para descubrir la belleza. Jubilosa, cuando hallaba un juguete popular, una taza de Talavera, un retablo en una iglesia, su reacción inmediata era compartir. “¿Viste?” Enseñar a ver es un don. John Berger lo dijo en su “Ways of Seeing” cuando nos reveló toda una nueva forma de analizar una obra de arte.
Mariana nació en Estados Unidos pero le enfermaba que la consideraran gringa porque amó a México como sólo los conversos suelen amar a Dios.
Nacionalizada mexicana, regresó poco y de mala gana a Estados Unidos y eso sólo cuando tenía que presentarse personalmente en alguna de sus múltiples exposiciones.
Coincidimos en Nueva York y como yo le hablaba de la calidad de vida norteamericana y de las oportunidades de los migrantes me llevó al Bronx y a las calles de los “homeless”. Los señalaba en la esquina: “Mira, para que se te baje tu admiración que me resulta casi infantil”.
Niña talentosa, muy pronto tocó el violín. Su padre, Oscar, era pintor. Su madre, Hedwig, que siempre fue una mujer curiosa, leía mucho. Su tío materno, Franz Boas, fue uno de los primeros intelectuales importantes en manifestarse contra el fascismo.
La atmósfera de su casa era culta.
Mariana fue una alumna sobresaliente. De niña leyó el “Shakespeare” de Charles Lamb y se aficionó a Shakespeare al grado de convertirse en una gran conocedora, no tanto como Jan Kott, el polaco, pero sí más que muchos que se creen ilustrados. Esto me lleva a pensar que la mirada de Mariana fue la de una mujer muy sabia, muy preparada.
Era tan modesta que guardaba silencio ante la ignorancia ajena, su respeto por los demás iba más allá de cualquier limitación y su deseo era que nadie sospechara que sabía más que ellos. Su erudición, sus conocimientos, estaban allí, eran parte de su espíritu y aunque jamás los presumió, definieron su forma de mirar.
Ese bagaje cultural construyó su criterio y sus fotos son notables porque detrás de ellas hay un mundo: el clásico griego desde luego y el que habría de adquirir en México: el prehispánico, el colonial.
Descubrió a México a través de una conferencia sobre el Taller de Gráfica Popular en su Universidad de Chicago y decidió venir, cuatro meses después de la muerte de su padre.
Su primer viaje en avión, en 1944, le tomó dos días porque en Texas las autoridades bajaron a los civiles para darles el asiento a los soldados.
Mariana no hablaba una palabra de español y si primero se dio a entender a señas después lo hizo con el buril sobre linóleo y metal. Se convirtió en la primera mujer miembro del Taller de Gráfica Popular. Grabó a Emiliano Zapata y a Francisco Villa, a la niña pensativa junto al pozo y al campo de trigo que convirtió en un “Homenaje a Chopin”. Grabar al lado de Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins, Alfredo Zalce, Alberto Beltrán le hizo conocer los valores del blanco y negro y sobre todo la paciencia.
Mariana grabó muchas protestas antifascistas a lo largo de sus años en el Taller de Gráfica Popular.
Ya desde entonces Mariana se había aficionado a recorrer la República. “Con Alberto Beltrán fui caminando hacia el sur hasta la Costa Chica en Oaxaca. Hicimos cuatro días a pie. Dormíamos donde se podía. En algunos pueblos había que pedir que nos permitieran entrar a pasar la noche y dormir en el piso. La gente muy cariñosa y dispuesta -tal vez por vernos jóvenes, yo con mi cámara- nos abría la puerta de su casa y nos daba de comer. La forma tan generosa de los campesinos de recibirnos influyó en mi actitud hacia los demás seres humanos”.
Sólo en 1959, Mariana pudo comprarse una Rolleiflex gracias a que se ganaba la vida enseñando literatura inglesa en la escuela Garside. Entonces empezó a documentar fiestas, ceremonias religiosas, mercados, plantíos de maíz, telares, textiles, cerámica, casas de paja, de adobe, de varas, de pencas de maguey, casas de tierra y lodo, la vida cotidiana de artesanos y labriegos, el arduo quehacer de los menos privilegiados.
Tenía una enorme devoción por los magüeyes, los retrataba casi tanto como a los niños.
Esa cámara la hizo partícipe de lo que podría considerarse su primer libro: “Lo efímero y lo eterno en el arte popular mexicano” que hizo con su maestro, Leopoldo Méndez.
El Instituto Nacional Indigenista publicó su primer libro de autor: “La casa en la tierra”, que es en cierta forma un preludio a su gran libro de 1982, “La casa que canta”, que se ha convertido en piedra de toque para los arquitectos mexicanos que (no exagero) lo hojean con veneración.
Cuando publicó “La casa que canta”, Mariana estaba construyendo con Arjen (su marido), su propia casa en Tlalpan, y en cierta manera lo que vio en el campo influyó en la impronta, el sello personal que ahora se percibe en esta casa levantada con nobles materiales, madera, vigas, un jardín loco en el que los colibríes siempre tienen agua.
Hoy su casa-museo forma parte de la Fundación Cultural Mariana Yampolsky en la que se guardan para el público sus sesenta mil negativos.
Tanto la Universidad de Texas como la Library of Congress de Estados Unidos quisieron comprar la obra de Mariana. Varias veces vinieron los expertos a revisar su archivo, seducidos por esta obra totalmente fuera de serie. Mariana siempre se negó.
“Soy mexicana y no quiero que salga de México”.
La casa consta de una vasta biblioteca, de un espacio para exposiciones, de un cuarto oscuro, del archivo de sus negativos y de una que otra recámara en la que puede hospedarse algún visitante. Por la ventana, pueden verse en días claros los volcanes.
Esa casa es Mariana, una Mariana enredadera a la que siempre le salieron flores por la boca, una Mariana repleta de hojas, de brazos que se extienden en el aire como ramas.
Sobre todo, la casa conserva el espíritu de una de las más notables fotógrafas del siglo XX, equiparable a Tina Modotti y a Dorotea Lange.
Mariana Yampolsky, fallecida el 3 de mayo de 2002 a los 76 años, sigue abriéndose camino. Si uno tiene buen oído es fácil escuchar en el campo de México el abrir y cerrar del obturador de una cámara y sentirse menos solo porque finalmente resulta consolador pensar que allí está Mariana, con su carita redonda, su sombrero de paja, también redondo, y su pesada bolsa sobre la cadera, en el espacio que inventa nuestra nostalgia, su Hasselblad entre las manos lista para tomar su fotografía número 61.000.
Por: Elena Poniatowska