Citadino, el purgatorio de Javier Godoy

Opinión

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El: 18 de Marzo de 2017

Sobre Citadino, el purgatorio de Javier Godoy.

Busco en internet imágenes del trabajo fotográfico de Javier Godoy. Encuentro poco. No hay un orden editado sistemáticamente en la web. Con suerte uno que otro sitio, con mayor o menor variedad ofrece fotos sueltas. Picadillo de lo que presiento o sé, positivamente, es un cuerpo mayor, construido a pulso. Fragmentos de una ciudad. Fragmentos de un país.

Fragmentos desplegados de una derrota cotidiana y conocida: la transición. Pues para mí, las fotos de Godoy, ese puzle en el que me encantaría hurgar más detenidamente y al que Citadino, su esperado libro que reúne el trabajo de 20 años me da la posibilidad de ver con entusiasmo, han hablado de la derrota siempre, y fundaron, pese a tener referentes reconocibles en la generación anterior, una nueva piedra angular. Una reflexión de la postdictadura, esa pregunta no contestada todavía, y que entre estas páginas publicadas en Lom Ediciones ofrece lúcidos atisbos.

Me detengo aquí. Ya desde antes, en este comentario, dejo clara absolutamente mi admiración por este fotógrafo. Pero, para hacerle una justica o una suerte de justicia que en verdad no necesita –creo que la necesito yo como admirador más que él- no todo puede ser apología. Si bien las fotos de Godoy me parecen bellísimas, intuitivas y brillantes, la sistematización de su reflexión o de la reflexión que yo espero de sus fotos –la escritura en soporte crítico y teórico: por ejemplo en revistas especializadas, en estudios culturales o sin ir más lejos, en la reflexión que sus mismos pares hacen de su trabajo- me parece inarticulada, aún muy difusa y totalmente insuficiente. Floja y mediocre. Lógicamente eso no es culpa de Godoy si no del circuito fotográfico como espacio reflexivo. ¿Por qué? Definir circuito fotográfico es algo complicado. No es lo mismo hablar en este sentido de los 90 o dos miles que del momento actual. Ciertamente este espléndido trabajo se movió por mucho tiempo en una parte pobre de ese circuito. Osciló entre esos ya conocidos criterios netamente politizados, armados al son de conveniencias o bajezas de pares, tan interesadas en ocupar o escribir su lugar en la historia de ese rotulo llamado fotografía chilena. Ese lugar construido desde una oficialidad política que ciertamente no contempló un espació fuera de la dictadura, ya que apeló y apela aún, en cuanto a su revisionismo, fuertemente a las épicas de la década anterior a Godoy. O sea, a los procesos menesteres para la construcción y reescritura de un imaginario concerniente a la memoria, detrás de la que ha operado el establecimiento de espacios simbólicos necesarios y cómplices para la institucionalidad.

Es curioso pensar que fotógrafos de los 80 que han hablado de sus fotos -los señores que presentaron el libro, por ejemplo-, personajes que se valieron por mucho tiempo de la apropiación de un contexto político para dotar a sus fotografías de un soporte teórico, al pronunciarse sobre Citadino se quedaron en lo anecdótico del Godoy personaje. Ese que saca fotos en los intersticios de la ciudad y todo eso tan simplón que se puede decir al respecto de un fotógrafo que retrata Santiago. No entran ni por broma en el otro Godoy. No sé si a propósito o por flojera.
Los dueños de las narrativas de combate son un tema. Estas conllevan lo antojadizo de toda narrativas: construyen, desde la reescritura, ese monumento, el pasado –el dogma del poder oficial, el museo de la memoria, con sus héroes y villanos que simplifican todo en función del poder- y que junto con ser una contribución al olvido, se erige como una verdad por sobre la verdad. Me detengo aquí. Porque existe una verdad primera. Obviamente la verdad que amamos: la entrañable, que es la de nuestro dolor y nuestros muertos, por ejemplo; pero además existe la verdad falsa del relato de nuestro dolor, que al fin no es nuestro dolor sino un rotulo hueco para catalogar exposiciones, vender libros o escribir historias, ganar becas y espacios, escribir mitos o meter fotógrafos dentro de una trinchera que de tan manoseada se vuelve sospechosa. Un rotulo simplón para reescribir una obra en función únicamente de la militancia y poco desde el pensamiento fotográfico que siempre es más valiente, más desapegado a esa verborrea que tanto necesita explicar, porque es tan servil al partidismo y sus instituciones. He aquí una diferencia de las fotos de Godoy con varios de los fotógrafos de la década anterior. Godoy no habla desde la militancia, su trabajo no necesita de una épica.

Creo que ya llegó el día en que los petitorios de la izquierda –no la izquierda real y moral si no la política, la que hoy ha caído en el cuestionamiento, en el aplastado hueco de los tratos con SQM- deben ser revisados en sus preguntas básicas. En ese ejercicio las imágenes de Godoy se articulan para mí en una voz que claramente tiene algo que decir. Una voz que no profita de la dictadura sino que trasciende. El libro lo demuestra. Si bien es cierto el relato tiene una variedad de fotos que a veces rompe un registro personal para intercalar fotos de prensa que junto con ponerle tintes anecdóticos debilita la continuidad ,ofrece como punto fuerte una densidad en cuanto a cómo se puede entender la fotografía de Godoy. No es la de un turista. No es la de alguien cuyo trabajo gira en torno a su militancia. Eso no importa. No es alguien que inventa un personaje para hacer fotos y después vuelve a su casa y se olvida. Las fotos de Godoy si bien es cierto se tratan de Santiago, por otro lado no se tratan de Santiago si no del Santiago que reconoce a Godoy como Godoy. Como esa vieja frase que dice que cuando miras al abismo el abismo también te mira a ti.

Son imágenes, sin dudarlo mucho, de los espacios políticos que en su disputa por el cambio de una dictadura a una democracia fueron derrotados. Se quedaron en un tránsito trunco, estancado en un tiempo destinado a la desaparición pero que en un empeño dramático intenta resistir y lo consigue, pero a medias. La transición es un purgatorio, donde pese a que el país se llena de tecnología y ciertos progresos, nada cambia realmente. Por eso las fotos parecen sacadas todas en un mismo periodo de tiempo pese a que las tomas se extienden por muchos años.

Me parece que las fotos de Godoy apelan en este sentido a preguntas no contestadas: a los años 90 como una pregunta aún ni siquiera totalmente formulada. Dialogan con la ciudad derrotada de Gonzalo Millán, el poeta civil, lejano a los aspavientos mesiánicos de Zurita.

«Circulan los automóviles.
Circulan rumores de guerra
El dinero circula.
La sangre circula.

Los peatones van a sus ocupaciones.
Los peatones cruzan en las esquinas.
Los peatones circulan por las veredas.
Los hombres llevan pantalones.
Los agentes llevan impermeables.
Apuestan agentes en las esquinas.

Circulan hombres astrosos.
Los cesantes circulan.
Las nubes ocultan el azul del cielo.
Las nubes ocultan la luz del sol.
Las nubes circulan a gran altura».

En conclusión, estimo que el hecho de que hayan pocos textos críticos sobre este trabajo se debe desgraciadamente a la invisibilidad aparente de un discurso –el de la generación de Godoy, los 90- de algún modo ignorado en gran parte por la necesidad institucional de consumir la épica levantada por necesarias políticas de la memoria, narradas desde la década anterior –los 80- y levantadas en su incuestionable vigencia hasta hoy como trinchera. Si hay un desgaste de esa trinchera y su relato, pienso que fotografías como las de Godoy no sólo deben reaparecer sino instalarse, no únicamente como fotografía sino como discurso político. Un discurso más profundo que la lucha contra el tirano. Un discurso que habla de las consecuencias de un cambio que fue finalmente una derrota demasiado larga y vigente.

Mucha gente al hablar de las fotografías de Godoy se refiere a un rasgo de atemporalidad. Me parece dándole una lectura antojadiza quizás, que temporalmente son como agua estancada. Porque son una transición que aún no termina: son, de algún modo muchas de ellas la continuidad no de un Chile bajo Pinochet, pero si del miedo de una sociedad censurada e hipócrita. Un estrato que ofrece si bien es cierto una continuidad estética -no política- de lo hecho por la AFI, pero que también ofrece una idea fundacional en una reflexión que ceñida a los 90 piensa por primera vez lo que fue y sigue siendo la postdictadura: ese terreno infértil, tan cercano, tan cotidiano. Totalmente triste. Las fotos de Godoy son en ese sentido un referente netamente contemporáneo.

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