Entrevista a Carlos Rivera

Entrevistas

1 de Abril de 2017

Carlos Rivera Segovia: el hombre que sabe lo que no ve.
Entrevista por Emiliano Valenzuela.

“La mirada produce ausencias
y quizá sea mejor, antes que el instante
poner atención, ver lo que no vemos”.

Gastón Carrasco Aguilar

Dicen los viejos que hay almas en pena que siempre buscan. Transitan por ahí, intentan recuperar. Rivera me explica que quiere fotografiar lo que no ve. Lo que perdió de vista. Pienso inmediatamente en una territorialidad particular: un viejo país. Sus proyectos derrotados y héroes vencidos. Sus calles en ruinas y ya oscuras desde esta distancia de tanto tiempo. Pienso en el arraigo a lo popular y a esa ya olvidada y un día tan entrañable generosidad de lo popular que configuró alguna vez una patria.

Carlos Rivera quizás busca divisarse así mismo en sus imágenes, encontrarse en una esquina cualquiera de Valparaíso. Ver al que un día fue aparecer en ese juego oblicuo de espejos que es la memoria, donde los tiempos convergen, de ida y vuelta, en distintas edades y direcciones: el pasado, la infancia y la juventud. Su madre profesora que murió cuando él tenía 14, y que se dirigía a los de su gremio con el tan hermoso apelativo de “colegas”. Su padre, fotógrafo aficionado, que no usaba flash, y que con intuición hacía retratos bellísimos, “fotos cándidas” de sus fiestas de cumpleaños o momentos familiares. Las calles por la noche abandonadas. El Cabaret Hollywood en algún lugar del puerto. Quizás Carlos Rivera -que nació en 1956- nunca salió del Lebu, buque prisión de la Armada donde como 323 militantes de izquierda fue llevado tras su dentición en 1973. Escribió hace tiempo: “a Valparaíso lo aprendí como fijeza /estando en el camarote de un barco anclado en el umbral del puerto, a contrapelo de la historia/sin saberme incomunicado /y en soledad acompañado con el más perfecto y estricto de los ojos de buey que pueda tener un barco”. Quizás Carlos nunca salió del Lebu y quien ha transitado por las calles de Valparaíso en estos años es un ánima. Porque las almas en pena, los mansos, los últimos perdedores, no se resignan. Carlos Rivera no se resignó, y siguió buscando algo que perdió o que pudo entrever como perdido en los días de cautiverio.  Ese Valparaíso mirado a lo lejos, como algo que no se ve y que se quiere ver. Un lugar como ese barco de prisioneros, flotando en una oscuridad rara de años e inviernos. Solo. Con su cámara. Sin mostrarle sus fotos a nadie o a casi nadie por 40 años. “El trabajo que yo hago lo hago para mí. Nunca me interesó mostrarlo hasta que decidí hacer un taller hace un par de años.  Mis fotos hasta ese entonces eran mías, eran mi modo de sobrevivir, mi rebeldía”, recuerda.

Sin amigos fotógrafos. Sin pertenencia a grupos de ningún tipo. Sin la AFI. Sin militancia. Sin figurar en la multitud de la fotografía chilena y sus antologías y anuarios, Carlos Rivera comenzó en un minuto un trabajo de largo aliento que hoy desgraciadamente sólo tiene un libro que existe en función de su alteridad de miradas con Pablo Ortiz Monasterio. Un trabajo que todavía no termina porque es imposible terminarlo. En fin. Le doy vuelta a estas ideas, mientras lo escucho hablar, sentado frente a mí en un bar viejo de la Plaza Italia de Santiago. Generosamente viajó desde Quilpué solo para compartir un rato algunas reflexiones. Recuerdo que días antes estuve leyendo sobre él algún escueto artículo en un diario virtual. El texto afirmaba algo así como que sus fotos, la mayoría tomadas en Valparaíso, estaban inspiradas directamente en el trabajo del mismo nombre hecho por Sergio Larraín en los años 60, o que Sergio Larraín era su referente directo. Le di vueltas a eso y finalmente no estuve de acuerdo para nada. Carlos me complementa: “Si vivías en la provincia en estricto rigor Larraín no existía si no tenías acceso a grandes libros. La primera vez que vi una foto suya fue en uno de estos anuarios que había de la Popular Photography. Decía, Sergio Larraín “Chiloé”, como foto única. Después el libro de Valparaíso lo conocí muy tarde. Eso le debe haber pasado a muchos”.

Desde un comienzo el vínculo me pareció una asociación tan fácil como descuidada. Si bien ambos fotografiaron el puerto, la mirada de Larraín es la de un extranjero cuya pretensión fue finalmente la fotografía como oficio y nada más. El que sostiene la cámara en su caso nos entrega un reportaje al estilo Magnum. Un Valparaíso que fuera de la fascinación estética que produce al espectador -por supuesto con toda la artificiosa complejidad de una ficción maravillosa e impecable- no habla de Sergio Larraín más allá que de un fotógrafo documentalista muy talentoso. Las fotos de Rivera, en cambio, no nos hablan de un fotógrafo totalmente. El pensamiento fotográfico, duro y sin pretensiones, está presente y acompaña su dolor, o sea el dolor de Rivera, el dolor que vio y sintió Rivera, como una anotación al pie de esa página secreta, tan al margen en absoluto de los argumentos recargados de las grandes épicas. Un dolor que se sitúa en una ruptura, en la cotidianidad más profunda de lo que significa ser o que significó ser chileno y vivir como vivió Carlos Rivera en un periodo de su vida. Un tiempo anodino y sin argumentos. Un tiempo del que nunca escaparon sus fotos, como esa frase de Enrique Lihn que dice “nunca salí del horroroso Chile”.

Si tiene que ser ubicado generacionalmente en alguna coordenada, probablemente está en paralelo con ciertos fotógrafos de la AFI o de lo que llamo la otra AFI. Esos cuya mirada no se reescribió después al compás de los petitorios concertacioncitas que en la lógica de mantenerse de su capital simbólico cayeron en el desgaste y en un estancamiento. El trabajo de Rivera siempre fue valiente y por eso es contemporáneo absolutamente. Porque sus fotos estaban hechas en el vacío más profundo. En la soledad.

E.V: Veo tu trabajo de Valparaíso que me parece súper potente y pienso las fotos de Carlos Rivera Segovia guardaron un silencio demasiado largo, de muchos años, que empieza en los 70 y continúa en los 80 y 90, hasta que aparece este libro que hiciste con Pablo Ortiz Monasterio y por fin tu trabajo se publica en función o pretexto de esta alteridad de tiempos entre el siglo XX y el Valparaíso que Monasterio visitó tan fugazmente. Mucha gente relaciona tus fotos además con Larraín, porque el espacio en que ambos trabajaron es el mismo. Yo pienso mucho en el Valparaíso de ambos fotógrafos y pienso además mucho en mi Valparaíso, un lugar tan raro, un lugar al que iba a comienzos de los 90 y las calles por la noche estaban completamente vacías porque persistía en cierto sentido el toque de queda; el lugar donde se gestó el golpe y comenzaron las primeras movilizaciones armadas el 11 de septiembre, un lugar triste y con una tremenda carga simbólica políticamente, un sitio que opino en tus fotos que vivieron esos cambios difiere diametralmente del que vio Larraín que es como un turista que llegó al puerto fascinado por su estética, hizo viajes fugaces  y  aunque nos dejó un gran libro, fue solo el testimonio de alguien que no vivió un proceso más profundo. Tu trabajo en cambio habla desde el anonimato, el de la sociedad civil, habla de una vida que no es un reportaje o algo tan calculado. Existe mucho más allá de tu relación con Monasterio. También se me aparece un Valparaíso que se me hace más interesante que el de Larraín porque es más exigente y hondo. Habla de un quiebre enfrentado desde la pequeña mirada de un participante sin voz. Tú vienes de Quilpué, o sea desde la provincia. Me parece que tu voz es ese pequeño murmullo del que hablaba Jorge Teillier que dijo una vez, a razón de un viaje a su pueblo natal, “siento que no pertenezco a ningún lugar y ningún lugar me pertenece”. ¿Por qué existen tus fotos? Tienen un  quiebre, una herida que no se apega a la épica de la militancia. No te remites insistente a una pertenencia a la izquierda. Tu trabajo habla de un dolor que es transversal a los 70,  los 80 y  los 90 y que continúa siempre. Eso me interesa. Cuando te conocí me encontré además con un personaje silencioso. Si bien es cierto inmerso ya en el medio fotográfico, pero no en el epicentro sino atrás. Uno, por cierto, casi nunca se encuentra con fotógrafos como tú; gente que apela intransigente al pensamiento fotográfico como una manera de vivir, no de hacerse famoso ni de dar cátedras. Tampoco tus fotos están en función de levantar trincheras morales, con esa ética interesada que reescribe su memoria en función de ocupar  un lugar en la historia de una época. Todo eso me interesó al momento de pensar en esta entrevista o conversación.

C.R.S: Contrario a lo que se dice que la fotografía tiene que hablar por sí misma, creo que de  alguna manera los fotógrafos debieran tener una proposición del discurso. Yo creo que la imagen es con la palabra. La  fotografía es radicalmente un poema. No es la épica, pero si es un poema. El trabajo que yo hago ha sido por mucho tiempo mi manera de vivir. Comencé en los 70.Mi viejo era fotógrafo aficionado. Muy bueno. Hacía unas fotos bellísimas e intuitivas. Pertenecía al Foto Cine Club de Valparaíso. Estaban en ese ambiente además los hermanos Pellerano, vinculados al cine. Estaba la impresionante Casa Forestier, que era un centro neurálgico del tema cámaras. La recuerdo de chico. Esa fue mi aproximación: vi la cámara desde niño y por eso me fue tan natural hacer fotos siempre. En esa época los rollos duraban muchos eventos y mi viejo mandaba a revelar a la casa Forestier y llegaban tiras de prueba. Yo vi todas las fotos de familia en esas tiras. Además tenía un tío que tenía un laboratorio y me ayudaba en el tema técnico.
Pero hay un momento en que decido abordar el ser fotógrafo seriamente. Es una decisión política que fue fundamental. El año 73, en abril, tomé mi primer curso de fotografía básica en el Foto Cine Club de Valparaíso. En esa época soñaba con el cine y vi la fotografía como una aproximación. Cumplí los 17 ese año. Vino el golpe y ya el 74 imagínate que no existía ninguna escuela de fotografía en Valparaíso ni en Chile. El mismo golpe lo vivimos en el colegio y fue un momento muy tenso. Por alguna razón vi el Tacnazo en Santiago, y desde ahí ya intuía que la cosa se venía dura contra el proyecto de la Unidad Popular. Iba a caer una bota pesada. A mí me tocó complejo, porque un poco después del golpe me tomaron preso por pertenecer al Centro de Alumnos. Yo ya era fotógrafo. Me sentía un futuro artista.
Me llevaron al Lebu que estaba lleno de universitarios y profesores. Eso me marcó vitalmente. Mi cumpleaños es en julio y mi viejo me regaló una Leica. Ya después de septiembre estaba preso. Recuerdo que teníamos que salir a la cubierta del barco y desde ahí mirábamos Valparaíso. Cuando tú lo miras desde afuera no es Valparaíso, pero sabes que si es. Sabes lo que no ves. Esto que estoy diciendo ahora, ha sido un trabajo muy largo de entender: por qué me pasó todo esto, por qué estuve preso, por qué me torturaron, por qué todas las cosas en el fondo. Porque es parte de estar vivo, tan simple como eso. Después fue ir a Valparaíso para tratar de encontrar algo que no sé lo que es todavía, porque aún me puedo perder allí, sin saber qué hora es, dando vueltas por las noches.

EV: Es interesante eso de saber lo que no ves…
CRS: Sé lo que no veo y quiero llegar a eso que no sé lo que es tampoco. Es paradójico. Eso lo conecto con una idea del secreto poético, de lo que tienes que descubrir. Ese es el secreto. Es mi muerte, es mi dolor, es mis otros, mi sueño, es algo que tampoco puedes ver al primer encuentro, es una espera, es estar ahí. Es eso. Es el trabajo de largo tiempo. Hoy las cosas se hacen demasiado rápido. Existe la lógica neoliberal de ganar, de hacerse famoso luego con el efectismo de ciertas fórmulas, algo que se ve mucho en varios jóvenes fotógrafos (…) Un tiempo fotografié ciegos. Fue en algún sentido una traducción del haber estado preso, interrogado y con capucha. Ver qué es lo que tratan de ver, o ver qué es lo que no ven. Un día Rodrigo Gómez Rovira, a quien se lo agradezco, me preguntó insistiendo,  por qué fotografiaba ciegos y yo pensé en todo eso.

La emoción de creer en lo que se ve sin saber lo que es eso.

Siempre distingo dos AFI, aunque claramente había dentro varios grupos más, pero básicamente hago la distinción entre dos. Una era la de los militantes que hacían registro para revistas de izquierda sobre la dictadura y la represión, pero con un pensamiento fotográfico que estaba en segundo lugar o aparecía por añadidura, ya que su objetivo era más bien la denuncia de lo que estaba pasando. La otra AFI era una ceñida a la fotografía estrictamente como un modo de vivir  -el pensamiento fotográfico en primer lugar- y no de denunciar, o por lo menos no de una manera tan literal. En ese registro estaba la cotidianidad; lo que pasaba a la vista de todo el mundo: el rio Mapocho, la niebla de las mañanas en Santiago, los bares que fotografiaba la Leonora Vicuña, Cartagena de Felipe Riobó, el barrio Yungay de Leonardo Infante, Oscar Wittke, Mauricio Valenzuela, Lucho Prieto, Claudio Bertoni, etc. No estaba la gran épica pero si el dolor. El dolor ciego, sin argumentos. Creo que si tuviera que ubicar a Carlos Rivera en algún lugar generacionalmente sería ahí. Fotógrafos que en esos años hacían fotografía sin tener un plan y en una soledad total. Se me vienen a la cabeza un par de trabajos que por ejemplo en ese tiempo calcularon una proyección para el futuro, y cuyos autores hoy están haciendo una  reescritura de sus fotos y de su significado remitiéndose con insistencia a una militancia que en ese tiempo no fue tan consiente, estructurada ni tan lúcida como pretenden venderla ahora.

En las fotos de Rivera si bien existe la dictadura como abismo de fondo, esta se muestra desde una sociedad civil absolutamente anónima, que no tiene palabras tan grandilocuentes para describir el dolor ni el apego ni la desesperación. Hay una reescritura, pero no desde lo panfletario, sino desde una búsqueda que trasciende la fotografía misma y entra por rutas si bien muy dolorosas tremendamente bellas. Sus fotos son señales de rutas dejadas en el desierto, en un lugar que no verá nadie y por eso su Valparaíso es un lugar tan único. “Para hacer fotos allí -reflexiona Rivera- es necesario creer en lo que se ve, sin exactamente saber qué es eso, como un tiempo propio, de ahí que se trate de descubrir un gesto, un acto, un mirar, un instante de esplendor por así decirlo de la humanidad entre el otro y mi yo, que lo registro con una cámara. Otros podrán pintarlo, otros escribirlo, a mí me interesa fotografiarlo. Esto no es solo un tema de técnica, ni de geometría ordenando el espacio, ni de rectángulos visionarios, ni de querer ganarle a la vida o a la muerte, es de un instante que se detiene para siempre, que se quiso o se quiere revelar”.

EV: Fotografías como las tuyas de Valparaíso me hacen un eco súper heavy, porque en ellas está Chile. Hay una parte de un Chile que existió y que se ve como si fueran ruinas en tus imágenes, que te sitúan en una territorialidad quebrada. Está eso y también hay un velo que separa al fotógrafo de las cosas. El fotógrafo entre ellas se mueve tratando de encontrar un viejo mundo que nunca más volverá a encontrar, un sentido que se olvidó de sí mismo.

CRS: Yo creo que uno se puede encontrar eso que se vivió, que se supo que existía, pero está, al igual que la ciudad, en personas que casi son ruinas, y para encontrarlas hay que hacer un trabajo de disección profundo. Esas personas son los últimos perdedores que hay, perdedores de verdad en el fondo. Yo creo que eso aún subsiste en muchas partes de este Chile, algo que tiene que ver con los mansos. En los mansos está eso. Pero, cómo encuentras un manso hoy día. Es muy difícil. Cuando yo he fotografiado de verdad es porque yo estoy ahí. No es mi cámara ni la luz. Soy yo. Valparaíso es una ingenuidad maravillosa, algo que pasa sólo en ese lugar. Es mi descenso. Hay una fotografía de 1973, que es de mis primeras tomas en Valparaíso, de antes del 11, y que tiene muchos defectos pero es inicial: es un otro que habita el cerro y está en condición de bajante, baja al plan, desciende a la “ciudad”. No estoy seguro que en Valparaíso los cerros sean “ciudad”, la ciudad y sus modernidades se dieron y se siguen dando únicamente en el plan. Quizás fueron los ascensores las cuñas que en un acto frenético de creatividad y poética urbana permitieron una cierta conectividad con la “no-ciudad” conformada por todos los cerros, así también lo fueron las escalas difíciles. El porteño “puro” vive los cerros y desciende a su necesario, diario y maravilloso infierno, como el Dante. Hay gente que me ha dicho que mis fotos son documentos. Yo nunca he pensado en documentar porque cuando lo haces significa que estás  afuera o estás invitado a algo.

En un momento de la charla, Rivera se levanta de su asiento y extiende sobre la mesa un libro, más bien la maqueta de un libro. Su libro: Valparaíso. Me relata  con entusiasmo que está trabajándolo en una autoedición. Pasa las páginas y ahí están sus fotos. Reposan al centro de hojas en blanco, con su honda modestia pero también con su toda su generosidad. La sensación indescriptible de emoción que producen las buenas imágenes. Diagramadas con intuición y talento. Son las fotos tomadas por un habitante nimio de las grandes cosas, pienso. Valparaíso, ciudad del viento, decía Joaquín Edwards Bello. Carlos Rivera es como eso: un habitante del viento. Ese viento tan especial del puerto, un vívido aliento de las cosas que han pasado y que como dice Rivera hoy son las ruinas de los últimos perdedores, de los mansos.  Cosas que reposan en el espacio disecado de lo inmóvil y de ahí miran como miles de ojos, como ventanitas, como casas montadas en esa arquitectura rara que es ese puerto loco del que hablaba Neruda, con sus criminales callejones y encrucijadas. Pienso con entusiasmo en ver  ese trabajo concluido y me  despido de él con ese pensamiento. Un pensamiento que me hace feliz.