De repente uno se encuentra con relatos impensados, fantásticos. Si no estuvieran tan bien documentados se podría pensar que son fruto de la imaginación del autor.
Puede ser que yo no sepa tanto de la historia de la fotografía como me gustaría, o es que la historia la escrben los hombres y detrás de ella siempre hay una cuota de machismo y de misoginis, pero, la verdad, es que ni yo ni mis compañeros de Fotoespacio habíamos escuchado hablar nunca de Lee Miller hasta que una amiga me regala el tomo tres de la colección de reportajes “Los Viernes” de Juan Forn quién, generosamente, nos autorizó a publicar este reportaje.
No más fotos
Juan Forn (Los Viernes, Tomo Tres-Editorial emecé)
Nadie sabía decirle que no a la hermosísima Lee Miller. Así fue como logró desembarcar junto a las tropas aliadas en Normandía, convertida en corresponsal de guerra de la revista Vogue, si es que alguien puede imaginarse semejante cosa. Digo, que una revista de modas cubriera la guerra contra Hitler enviando al frente a una ex modelo vestida de combate.
Pero Lee Miller no era una modelo cualquiera: de hecho, se trataba de la primera mujer que había pasado de un lado de la cámara al otro. En su América natal había sido la primera Chica Kotex (es decir, la imagen del escandaloso primer aviso de compresas femeninas aparecido en una revista de categoría, fotografiada por el gran Steichen). En 1929 partió a París, donde se convirtió en musa y amante de Man Ray además de enloquecerlo de celos con su promiscuidad, luego de lo cual se internó en una clínica en Suiza hasta alcanzar su peso “ideal” (con cuarenta y cinco kilos tendría, según ella, las proporciones perfectas para que su cuerpo armonizara con el del diminuto millonario egipcio Aziz Bey y así poder casarse con él), y vaya a saberse cuánto tiempo habría tardado en aburrirse de sus exóticos pasatiempos en El Cairo (coleccionar serpientes y amantes, correr carreras nocturnas de camellos por el desierto, organizar con sus amigotes raids de saqueo en las excavaciones arqueológicas, que consistían en robar piezas de una pirámide para plantarlas distraídamente en otra), si el estallido de la Segunda Guerra no la hubiese agarrado en Inglaterra.
Durante el bombardeo de Londres, Miller convenció a Vogue de hacer producciones de modas en la calle, entre los escombros. Como ninguna otra modelo se atrevía, posaba y se sacaba las fotos ella misma en las calles. Las fotos que entregaba a la revista daban menos importancia a la modelo y los vestidos que al telón de fondo. Una de sus imágenes más poderosas es de una iglesia bombardeada, de cuyo pórtico sale una cascada de escombros como si fueran feligreses a la salida del oficio dominical; arriba de esos escombros posaba la modelo. En Vogue respiraron aliviados cuando Miller logró colarse en el contingente de prensa que acompañaría el desembarco en Normandía. Pero no se esperaban lo que sucedió después.
A fines de abril de 1945, Miller entró junto con un contingente de avanzada aliado en el campo de concentración de Dachau. Esa misma tarde, junto a su amigo y amante Dave Scherman, fotógrafo de la revista Life, consiguió forzar la entrada de la residencia secreta de Hitler en Munich, sobre la Prinzregentenplatz (según dijo después, llevaba anotada la dirección desde que había desembarcado en Normandía). Envió a Vogue dos rollos de fotos realizadas esa jornada: uno era de ella, el otro de Scherman, se le coló por error. En el primero se veían imágenes estremecedoras de cuerpos famélicos apilados unos encima de otros, con los ojos aún abiertos y la mueca de la muerte deformándolos. Miller rogó a Vogue que tuvieran el coraje de publicadas y que titularan la nota con una sola palabra, en tamaño catástrofe: “CRÉANLO”.
En el otro rollo, el enviado por equivocación, se veía a Miller desnuda en la bañadera de Hitler. En el piso, a sus pies, yacían sus borceguíes embarrados y su uniforme de combate hecho un bollo. Los de Vogue incluyeron una de esas fotos en la nota y Miller entró en la Historia no por las escenas que retrató en Dachau sino por aquella imagen que la mostraba desnuda en la bañadera de Hitler.
La pudibundez y mojigatería cuando llegó la paz en 1945 no eran para ella, o quizá la culpa fue de la guerra, de lo que había visto de la guerra. A los cuarenta años tuvo su único hijo, con Ronald Penrose, un admirador británico de los surrealistas que era homosexual hasta que la conoció y que volvió a serlo después de probar en carne propia cómo era la vida junto a una mujer como ella, en una granja en Sussex. Para entonces, Lee Miller era una muerta en vida. Se desentendió de la fotografía tal como se desentendió de su hijo y de todo lo demás a principios de los años ’50 (“Esta década no es una década para mí”) y para cuando llegaron los años ’60 ya estaba demasiado quemada para participar de ellos o siquiera prestarles atención.
Su muerte pasó sin pena ni gloria, pero el hallazgo en el desván de aquella granja de Sussex de su trabajo fotográfico (cerca de una centena copiadas en papel y más de treinta mil contactos y negativos) le dieron post-mórtem el respeto que buscó infructuosamente en vida. Miller sólo había copiado en papel sus fotos del desierto egipcio, de Londres bajo las bombas y de su paso por la guerra europea. Pero entre los contactos se encontraron joyas como una toma de 1930 de Picasso, Man Ray y ella misma (como ninfa desnuda) imitando el célebre Almuerzo sobre la hierba de Manet.
Todas las biografías sobre Lee Miller, incluyendo la que escribió su hijo, repiten en forma escalofriante la misma reahíla de catástrofes: que fue violada a los siete años por “un amigo de la familia nunca identificado”, que le contagió gonorrea; que la curación por ese entonces consistía en horribles enemas de cloruro de potasio, tan dolorosas que sus hermanos debían ser trasladados a otra casa para que no oyeran sus aullidos; que su padre la fotografió desnuda desde la infancia hasta el fin de su adolescencia y que, a los catorce, la joven vio cómo se ahogaba delante de sus ojos un pretendiente rechazado.
Según la leyenda, Man Ray descubrió la solarización (la manera surrealista de fotografiar, que consiste en sobreimprimir el negativo al positivo) intentando hacer un retrato de Lee Miller que la mostrara tal como era para él, cuando eran amantes. Años después, cuando vio aquellas fotos en que ella posaba y se fotografiaba a la vez, vestida de largo, entre los escombros después de los bombardeos de Londres, Man Ray se limitó a decir: “Así exactamente es cómo la veía yo”.
Ella no se veía así, y nunca sabremos cómo se veía porque no se hizo un solo autorretrato en sus quince años como fotógrafa. Encerrada en un cuarto de hotel en París después de la guerra, postergando indefinidamente el retorno a aquella granja de Sussex, rodeada de botellas de ginebra y frascos de dexedrina, le escribió a su amigo Scherman: “No hay retrato posible de mí. Soy un rompecabezas húmedo cuyas piezas hinchadas no encajan. ¿Quieres saber por qué voy a dejar la fotografía? Para que ella por fin me deje a mí”.